Anhelo la calidez suave de una caricia genuina, el aroma dulce de la aceptación incondicional envolviéndome como una manta en una noche fría. Quiero saborear el dulzor de las palabras amables, el eco reconfortante de una voz que susurra seguridad al oído.
Imagino el tacto firme de una mano sosteniendo la mía, una conexión tangible que disipa la soledad punzante.
Pero entonces, un escalofrío helado recorre mi espalda, un recordatorio sensorial de la fragilidad del afecto pasado. Siento el sabor amargo de la traición volviendo a mi boca, la textura áspera de la decepción arañando mi piel. El aroma dulce del amor se torna rancio, mezclándose con el hedor punzante de la vulnerabilidad expuesta.
Escucho el eco lejano de promesas rotas, melodías engañosas que antes sonaban tan verdaderas. Percibo el vacío frío donde antes había calidez, la ausencia palpable de una presencia que una vez se sintió segura. La confianza, antes un suelo firme bajo mis pies, ahora se siente como arena movediza, amenazando con tragarme en cualquier momento.
El deseo de sentirme querida es un fuego cálido que arde en mi interior, una necesidad visceral que anhela la luz y el cobijo. Pero el miedo a confiar otra vez es una sombra helada que se cierne sobre ese fuego, amenazando con sofocar su brillo con el frío punzante de la anticipación del dolor.
Es una danza sensorial constante: el anhelo cálido tirando hacia adelante, hacia la promesa de un abrazo reconfortante, y el escalofrío helado jalando hacia atrás, hacia el recuerdo punzante de las heridas aún sin cicatrizar por completo. El sabor dulce del amor potencial se mezcla con el regusto amargo de la desconfianza, creando una incertidumbre paralizante.
Quiero extender la mano y sentir la calidez de otra piel sin que el miedo me tense los músculos. Quiero escuchar palabras amables sin que la duda carcoma su sinceridad.
Quiero respirar el aroma del afecto sin que el hedor del engaño me cierre las fosas nasales.
Este tira y afloja sensorial es agotador. El anhelo tiene la textura suave de la seda, mientras que el miedo se siente áspero como papel de lija. El sabor del amor deseado es dulce como la miel, pero el miedo deja un regusto amargo y persistente.
Solo anhelo la sensación reconfortante de un hogar emocional, un espacio donde el corazón pueda descansar sin la constante alerta del peligro inminente. Pero el fantasma sensorial de las heridas pasadas se interpone, proyectando una sombra helada sobre cada nueva posibilidad, haciendo que el acto de confiar se sienta como caminar descalzo sobre cristales rotos.