Octubre es el mes en que el velo entre nuestro mundo y el de los espíritus se vuelve más tenue, y las sombras se alargan con promesas de sustos y misterios. Mientras las calabazas brillan y los disfraces invaden las calles, ¿qué mejor manera de honrar la noche de Halloween que con relatos que nos hagan mirar dos veces por encima del hombro?
Aquí, te traemos cuatro historias perfectas para compartir bajo la luz parpadeante de una linterna o junto a una fogata. ¡Prepárense para una dosis de escalofrío!
Historia 1: El Espejo de Medianoche
La casa de los García era el cuartel general de cada Halloween. Construida en los años 70 en un suburbio de casas idénticas, su sótano ofrecía el ambiente perfecto: frío, húmedo y convenientemente aislado de los padres. Esa noche, el ambiente estaba cargado de energía nerviosa, no por la bolsa de dulces, sino por la leyenda que flotaba en el aire: Bloody Mary.
El grupo —Mateo, el bromista; Sofía, la que grababa todo; Lucas, el asustadizo, y Clara, la escéptica y líder del grupo— se reunió en el baño principal. Descorrieron las cortinas y apagaron todas las luces, dejando solo el tembloroso resplandor anaranjado de una sola vela de cera barata sobre el lavamanos.
“Recuerden las reglas,” susurró Mateo, aunque su voz sonaba forzadamente valiente. “Total oscuridad, una vela, y decir su nombre trece veces. Si aparece, no miren sus ojos.
”Clara rodó los ojos, aunque nadie pudo verlo. "Esto es un ejercicio de autosugestión, chicos. Espejos viejos, leyendas adolescentes. Nada va a pasar." Ella se puso frente al espejo grande, que por alguna extraña razón, ya parecía más oscuro que la medianoche.
Cerró los ojos, más por la pose dramática que por miedo, tomó aire y comenzó a recitar el nombre, con voz clara y un tono de burla disimulada:
— "Bloody Mary... Bloody Mary... Bloody Mary..."
Al principio, solo se escuchaba el crepitar de la vela y la respiración superficial de sus amigos detrás de ella. Al llegar a la séptima vez, sintió una punzada de incomodidad. El silencio era demasiado denso.
— "Bloody Mary... Bloody Mary... Bloody Mary..."
Cuando llegó a la décima vez, el aire se volvió un muro de hielo sólido. Fue un cambio físico, no psicológico. Las risas y los murmullos nerviosos de sus amigos se ahogaron en una quietud abrumadora. Clara sintió un escalofrío helado que le recorrió la columna vertebral, como si una mano espectral se hubiera deslizado bajo su disfraz.
Entonces, el silencio se rompió. Del interior del espejo, un sonido gutural, como el arrastrar de uñas sobre piedra mojada, se filtró en el aire. No era un grito, era un gemido de una tristeza y una rabia ancestrales.
El terror real, el que congela los músculos, se apoderó de Clara. Quiso abrir los ojos, gritar, huir, pero su cuerpo se había convertido en piedra. Pudo sentir la presión de una presencia detrás del cristal, una forma oscura que se hinchaba en el reflejo.
Estaba a punto de decir la undécima vez, cuando la llama de la vela, hasta entonces firme, dio un parpadeo violento y se extinguió con un chasquido.
La oscuridad no fue total. Fue una oscuridad opresiva, una ausencia de luz que parecía tener peso y textura. Los gritos de sus amigos se desataron, un coro histérico que chocaba contra las paredes del baño. Pero el sonido más aterrador era el silencio que precedió al terror.
Mateo, a tientas, encontró el interruptor y encendió la luz de golpe.
La escena era un caos de cuerpos. Sofía y Lucas se abrazaban, sollozando. Mateo estaba pegado a la pared, respirando pesadamente. Y Clara...
Clara estaba de pie justo donde la habían dejado, frente al espejo, pero estaba inmóvil. Sus ojos estaban abiertos de par en par, y aunque miraban el reflejo, no veían nada. La expresión de su rostro era de puro horror petrificado, una máscara de asombro y pánico grabada en sus facciones.
Sus amigos se acercaron, llamándola. Fue Sofía quien notó el espejo. Una fina y húmeda capa de vaho cubría el cristal, un vaho inexplicable dada la temperatura de la habitación. Y sobre esa capa, como si hubiera sido grabado con un dedo frío y húmedo en la niebla, se leía una única y escalofriante palabra:
"TRECE"
No había marcas de dedos, solo la palabra en el centro.
Desde esa noche, Clara nunca pudo mirar un espejo de la misma manera. Cada vez que su mirada se cruzaba con su reflejo, no veía a sí misma. Veía, fugazmente, una sombra distorsionada detrás de ella. La sonrisa enigmática y la palabra "TRECE" se convirtieron en un eco constante en su mente, un recordatorio de que en el límite entre el juego y la realidad, ella había llamado algo que no estaba lista para escuchar... o para ver. Y ese algo aún la estaba esperando para terminar la cuenta.
Historia 2: El Último Dulce o Truco
El aire de octubre olía a calabaza asada y a hojas húmedas en la calle Cerezos, un aroma que para el viejo Santiago era sinónimo de felicidad. A sus 87 años, sabía que su tiempo se escurría como la arena fina. Este Halloween, el número ochenta y seis de su vida, sería el último, y quería que fuera memorable.
Sus dos nietos, Martina y Leo, de doce y diez años, lo habían ayudado a transformar su porche en una escena de fantasía macabra. Las telarañas falsas cubrían las glicinas y una calabaza gigante, tallada por el propio Santiago con la paciencia de un artesano, mostraba una sonrisa tan ancha como la suya.
"Abuelo, prométeme que no te cansarás demasiado," le rogó Martina, ajustándole la manta sobre las rodillas.
"Tonterías, mi niña. ¿Cansarme de esto? Esto es mi oxígeno," respondió Santiago, señalando la inmensa bandeja de mimbre desbordante de chocolates, caramelos y bombones. "Un buen anfitrión siempre tiene la bandeja más grande."
La noche del 31 de octubre fue mágica. El desfile de pequeños vampiros, princesas y superhéroes fue incesante. Cada risa, cada "¡Truco o trato!" le inyectaba una dosis de vida. A medida que las horas pasaban y el flujo de visitantes se reducía a gotas esporádicas, la sonrisa de Santiago se mantenía, aunque sus párpados pesaban. Sentía un dulce agotamiento que le llegaba hasta los huesos.
A eso de las once y media, la calle se sumió en un silencio otoñal. Martina y Leo recogieron las últimas decoraciones del jardín. Santiago creyó que el show había terminado. Dejó la bandeja a sus pies, lista para ser guardada, y cerró los ojos un instante, saboreando el recuerdo.
Fue entonces cuando escuchó un suave tintineo. Abrió los ojos.
De pie, justo al borde de la luz del porche, estaba una niña pequeña, tal vez de cinco años, con un disfraz de angelito improvisado con telas blancas y una diadema endeble. Sus facciones eran delicadas, y sus ojos, grandes y de un marrón tan profundo que parecían absorber la luz de las linternas. Sostenía un tazón de plástico vacío.
"¡Dulce o truco!", dijo la niña, y su voz era como un susurro de campana de viento.
Santiago sonrió, la última sonrisa de la noche. Se agachó y tomó la bandeja. Estaba totalmente vacía, excepto por un único, pequeño, chocolate envuelto en papel dorado que había rodado bajo el borde.
"Parece que has llegado justo a tiempo, pequeña," dijo, ofreciéndole la última golosina. "El último y el mejor."
La niña tomó el chocolate. Al hacerlo, sus ojos se clavaron en los de Santiago con una intensidad inexplicable, no de niña, sino de una sabiduría milenaria.
"Gracias, abuelito," susurró. Y en ese instante, el tiempo se detuvo para Santiago.
Sintió un súbito alivio, una oleada de paz inmensa que lavó todo su dolor y cansancio. Era como si alguien, o algo, le hubiera quitado un peso gigantesco del pecho. Su sonrisa se afianzó, y sin un sobresalto, sin una lágrima, exhaló su último aliento, mirando hacia la luz de la calle.
Martina y Leo salieron momentos después. Encontraron a Santiago en su silla, apacible, dormido. O eso creyeron por un instante. Cuando Leo intentó despertarlo, el silencio de su abuelo les reveló la verdad.
Las lágrimas vinieron después. Pero al recoger la bandeja de mimbre, Martina se detuvo. Estaba vacía, pero en el lugar donde había estado el chocolate, no había papel dorado, sino una pequeña pluma blanca, tan ligera como el aire, posada sobre el mimbre.
Leo la tomó. "Era de su disfraz de ángel," murmuró, con la voz quebrada.
Pero Martina miró a la calle vacía, recordando los ojos de la niña que no vieron marcharse. Ella sabía que no había sido solo un disfraz. Había sido el último trato, y Santiago, el anfitrión más generoso del barrio, había recibido el regalo más grande de todos: un final en paz.
Historia 3: El Último Tributo del Viejo Cuervo
La granja de la familia Rojas, conocida por su aislamiento y por sus leyendas de cosechas mágicas y tierras antiguas, se vestía de gala para la noche más temida del año. La tradición familiar dictaba que el espantapájaros de Halloween debía ser una obra de arte, una figura que hiciera honor al espíritu de la tierra. Este año, Martín, el hijo mayor, había superado todas las expectativas. Usó la vieja chaqueta de pana de su abuelo, rellena de paja con una densidad inquietante, y coronó la estructura con una calabaza gigante, de un naranja enfermizo. Dentro, incrustó dos ojos de cristal que parecían capturar la luz y, lo más escalofriante, seguirte con la mirada. Lo llamó, apropiadamente, "Viejo Cuervo".
La Noche en que el Velo se Rompió
La noche de Halloween trajo consigo una furia meteorológica que rara vez se veía. La tormenta rugía como una bestia atrapada en el granero. El viento aullaba con voz espectral y la lluvia golpeaba las ventanas con la fuerza de cientos de dedos desesperados.
Martín, nervioso por la ferocidad del clima, se acurrucó junto a su ventana. La luz de un relámpago iluminó el campo, y fue entonces cuando juró verlo. El Viejo Cuervo no se mecía con el viento; se movía contra él. Al principio, Martín lo atribuyó a la distorsión de la luz y el miedo, pero luego, vio la silueta oscura y desproporcionada de la figura desprenderse del poste con un sonido seco y chirriante que, de alguna manera, logró superar el estruendo de la tormenta.
El espantapájaros, con la silueta más oscura que la noche misma, avanzó lentamente hacia la casa. Su caminar era una serie de arrastres pesados, como botas llenas de barro, que el viento parecía ahogar y amplificar a la vez.
El pánico heló la sangre de Martín. Corrió y se escondió bajo su cama, tapándose los oídos. La madera crujía, no por el viento, sino por el peso. Escuchó pasos pesados arrastrarse por el pasillo de la planta baja, luego subiendo la escalera, un ascenso lento y deliberado. El sonido se detuvo justo frente a su puerta. Un chirrido metálico estremeció la madera, como si la tela de saco rozara algo oxidado. Luego, un silencio ensordecedor lo invadió, un silencio más aterrador que el aullido de la tormenta. Martín contuvo la respiración, inmóvil, hasta que el sueño lo venció por el agotamiento.
El Tributo de la Mañana
A la mañana siguiente, el sol se coló por la ventana. La tormenta había cesado, dejando tras de sí un aire fresco y la tierra empapada. Martín, temblando, salió de su escondite. El pasillo estaba vacío. Todo parecía normal, salvo por el aire denso y pesado que aún flotaba en la casa.
Bajó las escaleras con cautela. En la cocina, encontró a sus padres. Estaban de pie junto a la mesa, pálidos y con los ojos abiertos de par en par, mirando un punto fijo.
Martín se acercó a la mesa. Donde normalmente su madre colocaba un jarrón de flores de otoño, estaba la calabaza gigante del Viejo Cuervo, con sus ojos de cristal mirándolos fijamente. Era inconfundible. En el centro de la calabaza, clavado con un viejo clavo oxidado, había un pequeño cartel de madera toscamente cortado. Las letras estaban grabadas con mano temblorosa:
DULCE O TRUCO
Nadie se movió. El silencio se prolongó hasta que el padre de Martín, con voz apenas audible, rompió el hechizo: "El espantapájaros...".
Salieron a duras penas al campo. El poste donde había estado atado el Viejo Cuervo estaba intacto, pero la figura había desaparecido.
Solo quedaba un círculo de tierra oscura donde sus pies de paja deberían haber estado, y la chaqueta de pana del abuelo había desaparecido. La familia nunca volvió a hacer un espantapájaros para Halloween. Pero cada 31 de octubre, sin falta, la misma calabaza con el cartel de "DULCE O TRUCO" aparecía misteriosamente en el lugar más visible de la casa, siempre esperando ser la primera "visita" de la noche. Y cada mañana siguiente, la familia dejaba un cuenco de dulces sobre la mesa, como un tributo silencioso, para asegurarse de que el Viejo Cuervo se mantuviera, por un año más, en el lado correcto del campo.
Historia 4: La Máscara del Olvido
El aire de octubre tenía ese olor a tierra húmeda y anticipación que tanto le gustaba a Isabel, la coleccionista de lo insólito. Su apartamento, un santuario de objetos con pasado, era el testimonio de una vida dedicada a rescatar lo que otros habían descartado. Pero para Halloween, Isabel no coleccionaba, se transformaba.
Este año, la búsqueda la llevó a un mercado de pulgas lúgubre, casi secreto, donde entre terciopelos raídos y dagas oxidadas, encontró su tesoro: una máscara de porcelana, blanca como un hueso antiguo, con una sonrisa enigmática grabada en su superficie. El anciano vendedor, con ojos hundidos y voz de hojalata, susurró una advertencia que sonó más a conjuro que a consejo: "Dicen que esa máscara tiene memoria. Y cobra un precio por tomar la suya". Isabel, impulsada por la adrenalina del hallazgo, pagó sin preguntar más. El precio, pensó, sería el de una noche de diversión.
El Éxito Efímero y la Fusión Fría
La máscara fue un éxito rotundo en la fiesta de disfraces. La porcelana fría contrastaba con la piel cálida de Isabel, pero bajo su superficie, ella se sentía liberada. Extrañamente desinhibida, bailaba con una gracia que no poseía, y sus risas eran más estridentes, menos suyas. La máscara, más que ocultar, parecía proyectar una personalidad seductora y magnética.
Pero a medida que el reloj avanzaba hacia el filo de la medianoche, la euforia se tornó en una extraña melancolía. Las voces de sus amigos se volvieron distantes, como un eco en una caverna vacía. Una capa de frialdad se extendió desde el borde de la máscara, un hormigueo gélido que insinuaba una conexión más profunda.
Cuando finalmente llegó a casa, el terror la golpeó con la fuerza del hielo. Sus dedos temblaban al intentar deslizar la máscara, pero no se movía. La porcelana no estaba pegada; parecía fusionada con su piel, sus bordes se habían difuminado con la línea de su mandíbula y sienes. Sintió un tirón doloroso, no físico, sino de su propia esencia, como si un hilo invisible se rompiera dentro de su pecho.
El Espejo y la Ausencia
Se acercó al espejo del baño, con el corazón latiendo desbocado en su pecho. Allí, donde debía estar su rostro, estaba la máscara: blanca, impasible, con esa sonrisa de media luna que no expresaba alegría, sino un vacío absoluto.
Sus propios ojos, ahora enmarcados por la fría porcelana, la miraban con una falta de reconocimiento que la heló hasta los huesos. "Isabel...", susurró. La palabra sonó extraña, ajena. Trató de convocar imágenes: su apartamento lleno de antigüedades, su risa peculiar, el olor a café de la mañana... Solo había vagos ecos, siluetas desdibujadas.
Un nombre. ¿Cuál era su apellido? ¿Su color favorito? ¿La melodía que la hacía llorar? La memoria se disolvía como humo. La máscara no solo había tomado su rostro; había succionado el relato que la hacía ser. Al día siguiente, la sonrisa enigmática de porcelana era el único rasgo de personalidad en su rostro. Se había convertido en un lienzo en blanco, la anónima portadora de una memoria ajena.
El Silencio de la Partida
En la fiesta de disfraces, la música seguía sonando y los amigos de Isabel se reían de las fotos de la noche anterior. Nadie la extrañaba con verdadera convicción.
"Qué raro que Isabel se fuera así. Sin despedirse", dijo alguien. "Quizás encontró a alguien," comentó otro. "No sé, con esa máscara estaba... misteriosa." Un tercero encogió los hombros: "Nunca había sido tan... olvidable".
Nadie notó la ironía de su comentario, ni la profunda verdad que encerraba. La máscara, la dueña anterior, había tomado la memoria de Isabel como pago, dejando solo el cascarón de su existencia.
Mientras tanto, en el lúgubre mercado de pulgas, el anciano vendedor sonreía con sus ojos hundidos. La máscara de porcelana, idéntica a la que había vendido, reposaba en el mismo puesto, esperando. Estaba limpia, blanca, y lista para albergar una nueva identidad. La memoria de Isabel ya no era suya, sino el nuevo aliento de esa vieja porcelana que buscaba perpetuarse a través de la colección eterna de almas olvidadas.
Que estas historias sirvan de preludio para un Halloween lleno de misterio, diversión y, por supuesto, un buen susto. ¡Cuidado con lo que buscas en la oscuridad!