Pia Arismendi

En la quietud reflexiva de una tarde, donde la melancolía de las hojas caídas se mezcla con la promesa de un renacer primaveral, una verdad agridulce emerge con una fuerza introspectiva: "A veces el dolor es lo último que nos une con aquello que hemos perdido, por eso muchos no quieren sanar y se vuelven a golpear." Esta frase, cargada de una paradoja humana profunda, nos adentra en los intrincados laberintos de la pérdida, el apego y la compleja danza entre el sufrimiento y la necesidad de mantener viva una conexión, aunque sea a través de la herida.


Desde la psicología, esta afirmación ilumina un fenómeno bien documentado: la identificación con el dolor como una forma de mantener un vínculo psicológico con lo que se ha ido. Cuando una pérdida es significativa – ya sea la muerte de un ser querido, el fin de una relación profunda o la pérdida de una parte importante de nuestra identidad – el dolor se convierte en un recordatorio constante de esa ausencia. Para algunas personas, este dolor se erige como el último vestigio tangible de la conexión perdida, una prueba irrefutable de su importancia y de la profundidad del vacío dejado.


La renuencia a sanar, mencionada en la frase, no es necesariamente un deseo consciente de sufrir, sino más bien un miedo subyacente a perder por completo la conexión con lo perdido. La sanación puede sentirse como un alejamiento definitivo, un acto de dejar ir que se percibe como una traición a la memoria o al amor que aún persiste. Mantener vivo el dolor, aunque sea a través de la repetición de "golpes" emocionales – reviviendo recuerdos dolorosos, buscando activamente situaciones que evoquen la pérdida o incluso saboteando nuevas posibilidades de felicidad – se convierte en una forma distorsionada de mantener viva la presencia de lo ausente.


Psicológicamente, este comportamiento puede estar ligado a mecanismos de afrontamiento desadaptativos y a la dificultad para procesar el duelo de manera saludable. La evitación de la sanación puede ser una forma de negación de la realidad de la pérdida o una manifestación de un apego ansioso que teme la separación definitiva. El dolor se convierte en una especie de "ancla" emocional que mantiene al individuo conectado a lo perdido, aunque sea a través del sufrimiento.


La tendencia a "volverse a golpear" puede manifestarse de diversas maneras. Podría ser la repetición de patrones de comportamiento que contribuyeron a la pérdida, la idealización constante del pasado y la comparación desfavorable con el presente, o incluso la búsqueda de relaciones o situaciones que recrean de alguna manera la dinámica de la pérdida original. Estas acciones, aunque autodestructivas a largo plazo, ofrecen un alivio paradójico al mantener viva la sensación de conexión, aunque sea a través del malestar.


Desde la perspectiva de la teoría del apego, la intensidad del vínculo perdido puede influir en la dificultad para sanar. Un apego profundo y significativo puede hacer que la separación se sienta intolerable, llevando al individuo a buscar formas, aunque dolorosas, de mantener una sensación de cercanía. La sanación, en este contexto, puede percibirse como una amenaza a la propia identidad, que en parte se definía por la relación perdida.


La frase también nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del duelo complejo o complicado. En estos casos, el proceso natural de duelo se estanca, y el dolor persiste de manera intensa y debilitante durante un período prolongado. La renuencia a sanar y la tendencia a revivir el sufrimiento son características comunes del duelo complicado, donde el miedo a dejar ir y la necesidad de mantener viva la conexión con lo perdido impiden la adaptación a la nueva realidad.


En la serenidad melancólica de Santiago, bajo el cielo que se tiñe de los colores del atardecer, esta frase nos recuerda la compleja y a menudo paradójica naturaleza del dolor y el apego. Nos invita a mirar con comprensión a aquellos que se aferran al sufrimiento como último lazo con lo perdido, reconociendo el miedo subyacente a la desconexión total. La verdadera sanación, en este contexto, no implica olvidar, sino transformar la naturaleza del vínculo, permitiendo que el amor y el recuerdo perduran sin la necesidad de la constante punzada del dolor. Es un camino delicado que requiere compasión, paciencia y la valentía de construir nuevas formas de conexión con el presente, honrando a la vez el legado de lo que se ha ido.

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