Pia Arismendi

En un mundo que nos empuja a la constante exhibición de éxitos, a la carrera incesante por la productividad y a la presión implacable de "ser nuestra mejor versión" a cada segundo, la pequeña frase "No siempre se puede brillar, a veces solo hay que respirar" emerge como un bálsamo, un suspiro de sabiduría urgente. Es una invitación a despojarnos de las armaduras de la perfección y a abrazar la profunda humanidad de nuestra propia existencia.


Vivimos bajo un imperativo tácito: el de "brillar". Las redes sociales son escaparates de vidas pulcras y logros ostentosos. El mercado laboral exige una productividad sin tregua. Incluso en el ámbito personal, la autoayuda a menudo nos impulsa a una mejora continua que, malentendida, puede convertirse en una tortura autoimpuesta. Hemos internalizado la idea de que detenerse es fracasar, que la vulnerabilidad es debilidad y que el silencio es sinónimo de improductividad. Esta cultura del brillo perpetuo nos ha llevado, paradójicamente, a un estado de agotamiento crónico, ansiedad galopante y una profunda desconexión con nuestro ritmo interno.


Pero la vida, en su esencia más pura, es un ciclo. No hay primavera sin invierno, ni amanecer sin noche. Nuestra biología, nuestra psique, están diseñadas para la alternancia: actividad y descanso, expansión y contracción, conexión y retiro. Hay días, semanas o incluso estaciones enteras en las que el cuerpo se siente pesado, la mente dispersa o el corazón simplemente cansado. Son momentos de introspección forzosa, de duelos no resueltos, de batallas internas que no admiten testigos ni aplausos. En estas fases, la pretensión de brillar no solo es agotadora, sino que es una falsedad que nos aleja de nuestra propia autenticidad.


Es entonces cuando el acto de "solo hay que respirar" se revela no como un signo de debilidad, sino como una fortaleza radical. Respirar, en este contexto, es mucho más que un mero acto fisiológico. Es una declaración de rendición a la realidad del momento, una aceptación radical de lo que es, sin filtros ni adornos. Es permitirse sentir el cansancio sin juzgarlo, la tristeza sin forzar la alegría, la quietud sin la necesidad de producir.


Este "respirar" es el verdadero acto de autocompasión. Es la sabiduría de saber que para recargar, para sanar, para volver a encontrar el propio pulso vital, a veces lo único que se necesita es la quietud. Es el espacio donde la mente se asienta, donde el cuerpo se recupera y donde el alma, liberada de la presión externa, puede simplemente ser. En esa aparente inactividad, se gesta la verdadera productividad: la de la recuperación, la de la claridad, la de la profunda conexión con uno mismo.


Porque cuando nos permitimos simplemente respirar, sin la expectativa de deslumbrar, estamos cultivando una forma de ser más sostenible, más humana. Aprendemos a escuchar las señales internas de nuestro cuerpo y nuestra mente, a honrar nuestros límites y a comprender que la verdadera resiliencia no reside en la capacidad de no caer, sino en la de levantarse una y otra vez, y para ello, a veces, necesitamos un tiempo para simplemente estar en el suelo y respirar.


Así que, la próxima vez que la presión por brillar te oprima el pecho, recuerda esta verdad simple y profunda. Hay momentos para la luz deslumbrante, y momentos para la sombra tranquila. Y en esa quietud del respirar, en esa pausa vital, reside una belleza y una fortaleza que ninguna ovación podría jamás igualar. Es el brillo silencioso y poderoso de nuestra humanidad al desnudo, recordándonos que existir, en su más pura expresión, ya es suficiente.


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