Entrada 1 – 20 de mayo de 1837
Lo he logrado.
A pesar de que originalmente pensaba que todo esto no era más que una locura, lo he logrado, aunque quizás… ¿a qué costo?
Tras descubrir que mi tío, el explorador William Ashford, había aparentemente desaparecido de la faz de la Tierra sin que nadie supiese nada de su paradero, envié una carta a mi madre diciéndole que me iba a encargar de traerlo de vuelta de donde fuese que estuviese, y me encerré en su oficina a buscar pistas de su paradero.
En su oficina descubrí extraños símbolos tallados en el marco de la puerta, símbolos para los cuales encontré significado entre los incontables papiros y hojas esparcidos por toda la casa.
Traídos de diferentes partes del mundo, todos parecían hablar de algún tipo de valle perdido en el Amazonas o en alguna zona circundante. Cada uno de ellos describía lo mismo: un arco que, tras ser marcado con ciertos símbolos, permitiría a una persona romper las barreras de la distancia y transportarse a aquel distante paraje. Parecía una locura, el producto de una alucinación febril, pero todo apuntaba a lo mismo: a pesar de lo absurdo que sonaba, todo aquello era real.
Después de todo, mi tío había sido visto entrando a su casa. La puerta estaba cerrada desde dentro cuando logré llegar a ella, y no había ningún signo de que hubiese salido por ninguna otra vía.
Mi investigación me llevó a concluir que el dintel de esa puerta, grabado con aquellos símbolos extraños, era el responsable de su desaparición. Y lo peor era que, si todo esto era cierto, el ritual debía completarse hoy, precisamente el día en que escribo esta entrada.
Decidido (o quizás poseído por algo que iba más allá de mí), corrí a conseguir los implementos que me faltaban para adentrarme en una expedición —los cuales no eran muchos, gracias a la amplia selección que mi tío ya poseía—, y me dispuse a revisar el dintel de la puerta de la oficina.
Basándome en las notas dejadas por mi tío, entoné las palabras correspondientes a cada símbolo. Para mi asombro, uno a uno comenzaron a iluminarse, como si una linterna oculta los revelara, hasta que solo restaba uno.
Tras pronunciar esa palabra, dos cosas sucedieron.
Primero, un gran vendaval pareció iniciarse en la oficina, desparramando los papeles que tanto trabajo me había costado ordenar por toda la habitación.
Luego, ese mismo viento me aventó violentamente contra el espacio abierto de la puerta, como si me estuviese succionando, llevándome en esa dirección.
No tomó más de un segundo, pero donde antes estaba de pie sobre la cálida madera de la casa de mi tío en Oxford, ahora me encontraba en la más pura oscuridad, de pie sobre un helado piso de roca y tierra.
Escribo ahora esto desde el interior de esa misma cueva a la que llegué, incapaz de comprender en totalidad lo que ha sucedido, e iluminado con nada más que una tenue linterna de carburo.
Solo hay una cosa que sé con certeza: el aire de Oxford (pesado, fétido con el humo de mil estufas) ha sido reemplazado por un perfume fresco a plantas y agua. El clima húmedo de mi querida Inglaterra ha dado paso a una atmósfera tibia, incluso en mitad de la noche.
Esperaré la primera luz para iniciar mi exploración y determinar dónde es que me encuentro.
Se despide un muy confundido,
Percival Harroway.