Nicolás Acuña

Entrada 2 – 21 de mayo de 1837 


Escribo desde el interior de la misma cueva en la que aparecí esta mañana, lugar que he decidido será mi base de operaciones mientras me acostumbro a este extraño entorno en el que me encuentro. 


Tras una noche en vela, salí de la cueva en cuanto vi los primeros signos de luz matutina. No veía motivos para quedarme más tiempo, ya que ningún rastro quedaba del portal por el que había entrado, y repetir las mismas palabras no parecía tener ningún efecto. 


La vista con la que me encontré dejaría en vergüenza cualquier descripción que intentara darle, pero lo que sí era cierto es que estaba lejos de ser el lugar sombrío descrito en los escritos dejados atrás por mi tío. 


Frente a mí se abría un valle, circundado en todas direcciones por montañas tan enormes que me era imposible ver las cumbres de muchas de ellas. 


El valle mismo es vasto, tan grande que ni con mi catalejo pude divisar el otro extremo. Sin embargo, sí pude confirmar la existencia de diversos ríos sinuosos descendiendo de las montañas, perdiéndose entre una densa jungla que parece cubrir todo el centro del valle. Uno de esos ríos surgía de la misma roca, no muy lejos de la cueva. 


Todo el sistema funciona como un embudo natural: comienza en las áridas montañas, atraviesa explanadas de pasto —tan amplias que en algunos sectores podrían albergar una ciudad— y termina en el corazón del valle, donde una maraña de ríos se oculta en la espesura tropical. 


Pero más allá de todo eso, lo que más llamó mi atención fue algo inesperado. A unos ochocientos metros de donde me encontraba, siguiendo el curso del río ya mencionado, divisé lo que parecía ser un trozo de tela atado a la rama de un árbol, justo en el borde más cercano de esa gigantesca jungla húmeda. 


Descendí con cuidado desde donde me encontraba —más fácilmente de lo que esperaba— y me dirigí rápidamente hacia la tela, dejando atrás la aridez de los alrededores de la cueva. Pronto descubrí que seguir el borde del río era la forma más sencilla de avanzar. El agua, por cierto, era la más cristalina que he tenido el placer de contemplar en mi vida. 


Al llegar confirmé que lo que parecía un simple trozo de tela era, en realidad, un desgastado pañuelo. Por su estado, diría que lleva semanas a la intemperie, lo cual coincide con la fecha de desaparición de mi tío. Al inspeccionarlo, confirmé lo que ya presentía: en una esquina encontré bordadas las iniciales “W. A.” William Ashford, mi tío. 


A pesar de lo apresurado de mis preparativos, lo había logrado. 


Había llegado al mismo lugar que él. 


Mas me fue imposible disfrutar de este hallazgo por mucho tiempo, pues un extraño sonido me sacó de mis pensamientos. Era un agudo y casi metálico sonido de algo cortando el aire, y me tomó varios segundos encontrar su origen… en parte porque quien lo emitía era un ser del tamaño de un halcón que se desplazaba rápidamente, siguiendo patrones irregulares. 


No fue sino hasta que se detuvo y se posó sobre una planta cubierta de frutos rojos y amarillos, a menos de diez metros de mí, que confirmé lo que sospechaba mientras lo veía volar. Era un ser muy similar a una libélula, aunque por la forma en la que plegó sus alas al reposarse me recordaba más bien a un zygóptero. 


Solo que al menos veinte veces más grande. 


Por miedo a asustarla, no me atreví a moverme mientras la observaba hincar sus mandíbulas en una baya roja, incapaz de apartar la vista de sus bellas alas translúcidas y su cuerpo tornasolado. 


Mi corazón de entomólogo no me habría perdonado si dejaba de observarla, ni siquiera por un segundo. 


Tenía mandíbulas poderosas, capaces de romper con facilidad la piel del fruto. Sus ojos, grandes e inmóviles, se ubicaban a ambos lados de la cabeza. 


Tan embelesado estaba que no advertí lo otro que sucedía hasta que fue demasiado tarde. En el momento en que el insecto se posó sobre ella, la planta había comenzado a enroscar lentamente su tallo principal, envolviéndolo como una serpiente a su presa. 


Había leído antes sobre plantas carnívoras que hacían algo similar para capturar insectos, pero era la primera vez que veía una tan grande. 


El insecto intentó escapar, pero ya era demasiado tarde. 


Cuando dejó de luchar, me acerqué a observar mejor. Las bayas rojas estaban cubiertas por un líquido pegajoso que impedía por completo el movimiento una vez atrapado el cuerpo. 


Viendo que el ecosistema en esta zona me era completamente desconocido, decidí regresar a la cueva y prepararme para salir nuevamente una vez me sienta más cómodo con el entorno. 


No sin antes tomar una de las bayas (del tamaño aproximado de una pelota de tenis) conmigo. 


Si voy a estar aquí por mucho tiempo, necesito saber si son comestibles o no. 


Estaré anotando aquí todos mis descubrimientos. 


Se despide un muy emocionado, 


Percival Harroway 


PD: 


Escribo una vez más a la luz de mi linterna. 


La noche ha caído sobre el valle y puedo ver luces en el interior de la jungla. Parecen luciérnagas… pero eso no es lo que necesito dejar registrado. 


Salí a mirar las estrellas al caer la noche, con la esperanza de determinar mi posición en el globo. 


Me tomó unos minutos darme cuenta de que no reconocía ninguna constelación. 


Pero cuando la luna apareció detrás de las montañas, me llevé un susto que casi me deja en estado de shock: en el cielo, no hay una sola luna, sino dos. 


Una, similar a la que siempre nos acompaña por las noches. 


Y otra, más pequeña… con un inquietante tono rojizo. 


No sé dónde me encuentro, pero de algo si puedo estar seguro: 


Ya no estoy en Oxford.


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