La desigualdad social no es solo una línea en un gráfico económico; es una grieta profunda que atraviesa nuestra alma colectiva, definiendo no solo cuánto poseemos, sino cuánto se nos permite soñar. Vivimos en territorios marcados por la contingencia, donde el código postal decide la calidad de la educación, el tiempo de espera para un diagnóstico médico y, en última instancia, el mapa de las oportunidades vitales.