Pia Arismendi

Existe un campo de batalla invisible y profundamente íntimo: el propio cuerpo. Para las disidencias sexuales y de género, este campo no es solo un refugio, sino el primer territorio donde se libran y se ganan las batallas por la dignidad. La lucha por los derechos fundamentales de las comunidades LGBTIQA+ no es un capricho legislativo ni una moda pasajera; es la demanda esencial por el derecho humano más básico: el derecho a existir plenamente, sin miedo y sin negociación. 


Somos contingentes porque la historia es contingente. Observamos cómo, día tras día, la valentía de nombrarse a sí mismo choca con el muro frío de la intolerancia estructural. La lucha de las disidencias es, ante todo, una proeza de visibilidad. Es el acto político de iluminar aquellos rincones de la humanidad que la norma ha decidido mantener en la sombra. ¿Qué hay más fundamental que el derecho a amar, a construir una familia, a caminar por la calle o a acceder a un trabajo sin que el prejuicio actúe como un verdugo silencioso? 


El coste de la invisibilidad y de la negación de derechos no se mide en estadísticas frías, sino en el dolor del alma. Se mide en la ansiedad constante de quienes deben autocensurarse para sobrevivir, en la soledad de los jóvenes expulsados de sus hogares y en la violencia latente que acecha en cada esquina. Cuando la ley no protege a todos sus ciudadanos por igual, el Estado falla en su promesa más sagrada: la de ser un refugio equitativo. 


La defensa de los derechos de las disidencias es la prueba de fuego de la madurez de una sociedad. No se trata de otorgar privilegios, sino de saldar una deuda histórica de exclusión. Un derecho fundamental, como el acceso a la identidad de género, la protección contra el discurso de odio o el matrimonio igualitario, es una pieza que se reinserta en el gran puzzle de la humanidad. Cada derecho conquistado no sólo libera a una persona, sino que expande el concepto de libertad para todos, demostrando que la dignidad no es una mercancía que deba ser racionada. 


Como sociedad, lo que nos queda es la empatía radical. Es el ejercicio de pararse, por un momento, en el vértice de una vida que ha sido constantemente cuestionada y negada. Es entender que la quietud de mi propia alma está incompleta si la del alma de mi vecino disidente se encuentra en perpetua tormenta. Al abrazar la pluralidad de afectos e identidades, no solo hacemos un acto de justicia; construimos una sociedad más rica, más fuerte y, sobre todo, profundamente más humana. La lucha por existir es, en esencia, la lucha por amar, y esa es la lucha más noble de todas.

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