Diciembre llega envuelto en papel brillante, una obligación social de alegría que se siente tan pesada como un yunque. Las vitrinas se llenan de luces intermitentes, pero para muchas almas, este mes es la estación de la más profunda oscuridad. Como periodista sensible, me toca ser contingente con esta dolorosa verdad: mientras el mundo celebra un ciclo que termina, la estadística de las crisis de salud mental y, trágicamente, los intentos de suicidio, se disparan.
Este fenómeno no es casual, sino el resultado brutal del contraste. La felicidad se vuelve una tiranía. La presión por "estar bien" y por participar en la algarabía navideña choca de frente con el vacío personal. Para quien está en soledad, el repique de las campanas es un eco de su propio aislamiento. El concepto de "familia" se agiganta en las vallas publicitarias y en las mesas ajenas, haciendo que la silla vacía, la pérdida de un ser querido, o la ausencia de un hogar de afecto, se sienta con una intensidad que no perdona.
La pérdida de un ser querido, ese pilar esencial que nos recordaba nuestro valor —el "Huaso Arismendi" en mi propia memoria—, es una herida que la luz de Navidad no puede sanar, sino que amplifica. Cada villancico, cada brindis, subraya el hueco que dejaron. No se trata solo de extrañar; se trata de cómo enfrentar la vida cuando el ancla que nos daba estabilidad ha desaparecido, obligándonos a buscar ese "balón en el centro del alma" en medio de un campo minado emocional.
Y es aquí donde el sistema colapsa con una frialdad espeluznante. La falta de soporte en salud mental se vuelve crítica. No es suficiente con campañas superficiales; necesitamos acceso digno, rápido y sin juicio a profesionales, a terapias y a la medicación. Mientras el Estado y las políticas públicas tarden en priorizar la mente sobre el consumo, seguiremos fallando a quienes más nos necesitan en la época más sensible del año.
La contingencia nos llama a una responsabilidad colectiva urgente. Si el mes de diciembre nos pide generosidad, que esta no sea solo material. Seamos soporte, no jueces. Miremos más allá de las sonrisas forzadas, llamemos a quienes sabemos que están solos y ofrezcamos un espacio de silencio seguro, sin presiones de alegría. Recordemos que la valía personal no es negociable, y que nuestra tarea, como comunidad, es ser el hilo de salvación cuando la persona ha olvidado que lo lleva dentro. Que nuestra verdadera celebración sea el acto de sostenernos unos a otros.