En la vorágine de la contingencia, donde el ruido y la velocidad nos miden la productividad en términos de logros y compras, existe una resistencia silenciosa que es, a la vez, nuestra mayor conquista: la de la feliz felicidad. No se encuentra en las vitrinas ni en los eventos rimbombantes; reside en el espacio tranquilo que creamos cuando decidimos, activamente y sin culpa, simplemente estar.
Soy escritora, y mi trabajo me obliga a reportar sobre las grandes narrativas: las crisis, las transformaciones y las batallas épicas. Pero la verdad más profunda que encuentro es que la vida se cose, con la más tierna nostalgia, en los hilos de los pequeños rituales. Ver una película abrazados bajo una manta, no importa si ya la hemos visto cien veces, porque lo que importa es la resonancia del aliento compartido. Caminar de la mano sin un destino fijo, sintiendo solo el pulso rítmico del otro como la música de fondo de nuestro propio existir. Compartir unas papitas en el sofá, transformando un simple snack en un acto de incondicionalidad y complicidad. Regalonear en casa viendo algo tranquilo, donde el silencio es tan cómodo como el tejido más suave.
Estos momentos, que la sociedad de consumo ha devaluado por no tener un costo monetario, son en realidad nuestro oro más preciado. Su valor, sin embargo, es incalculable.
Porque la felicidad auténtica no es un clímax explosivo, sino una melodía suave y continua, un eco constante. Es la certeza de que, en ese rincón de paz, el caos del mundo exterior, la tiranía del calendario y el juicio ajeno no pueden entrar. Es en ese regaloneo doméstico donde se ancla la seguridad emocional que tanto buscamos, un refugio donde nuestra valía no está sujeta a rendimiento ni a la aprobación.
En un tiempo donde la presencia es el bien más escaso, dedicar tiempo a la simpleza es un acto de amor radical. Es un escudo contra la soledad y la mejor manera de honrar a quienes amamos. Invito a que, en medio de la planificación y la prisa, seamos conscientes de estos detalles. No los dejemos escapar por considerarlos "demasiado simples." Son los ladrillos con los que construimos la memoria afectiva que nos sostendrá cuando los grandes pilares de la vida se tambalean y la ausencia duela.
La feliz felicidad es una decisión, un arte menor que nos recuerda que lo esencial no se compra; se siente y se comparte. Y esa verdad, realmente, no tiene precio.