Pia Arismendi

Existe un tipo de amor que no se hereda ni se impone, sino que se construye a pulso, día tras día: la amistad profunda, aquella que se convierte en la familia que escogemos. No es un accidente del destino, sino un milagro de la elección consciente que nos salvará del naufragio de la vida. En un mundo que a menudo nos exige lealtad incondicional a la sangre, incluso cuando esta nos hiere o nos silencia, la elección de nuestros compañeros de ruta se alza como el acto de rebeldía más hermoso y necesario. Son los amigos del alma, la tribu forjada en el crisol de las vivencias compartidas y los recuerdos que solo nosotros habitamos, quienes redefinen el concepto de hogar. 


Ellos son nuestros anclajes emocionales en la tempestad, los que conocieron el mapa de nuestras cicatrices más viejas y nos brindaron el coraje para enfrentar las ausencias y las transformaciones profundas. ¿Quién más sino ellos puede comprender el peso exacto de ese dolor que nunca se nombra? En estos lazos reside la verdadera incondicionalidad, aquella que no espera reciprocidad ni reconocimiento público, sino la mera y bendita existencia del otro. Es la mano que se extiende cuando el mundo se contrae hasta asfixiarnos, el oído que descifra el silencio de nuestra angustia y la voz que, con una ternura brutal, nos recuerda nuestro valor cuando la duda nos acecha. Son un eco que resuena incluso más fuerte que la validación perdida, porque nace de la profunda familiaridad. 


Esta geografía de afectos elegidos es especialmente contingente en la actualidad, donde las estructuras tradicionales son a menudo insuficientes o abiertamente hostiles. Para muchas disidencias, para aquellos que han sido excluidos de sus estructuras biológicas, o para quienes simplemente han sentido el vacío de un hogar frío, la familia que escogemos no es un lujo, sino una tabla de salvación, el puerto final y el primer refugio seguro. Es en la calidez de estas amistades, en la complicidad de las risas nocturnas y el pacto de las confidencias, donde se aprende que la valía personal es innegociable, y donde la diversidad de nuestro ser es celebrada, sin juicio ni la pesada sombra del deber. 


La madurez emocional no se mide en cuántos lazos biológicos poseemos, sino en la profundidad y la calidad de los vínculos que hemos sabido cuidar. La amistad es un pacto sagrado que nos enseña que el amor, en su forma más pura y resiliente, es siempre una decisión activa, un refugio al que podemos regresar. Honremos a nuestros amigos del alma, a esos hermanos que el destino nos permitió seleccionar, porque al elegirlos, elegimos también la versión más honesta, fuerte y bellamente acompañada de nosotros mismos. Son ellos la memoria viva de que nunca estuvimos solos, ni siquiera en el momento en que creímos haberlo perdido todo.

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