Pia Arismendi

La desigualdad social no es solo una línea en un gráfico económico; es una grieta profunda que atraviesa nuestra alma colectiva, definiendo no solo cuánto poseemos, sino cuánto se nos permite soñar. Vivimos en territorios marcados por la contingencia, donde el código postal decide la calidad de la educación, el tiempo de espera para un diagnóstico médico y, en última instancia, el mapa de las oportunidades vitales. 


¿Cómo podemos hablar de un tejido social fuerte cuando la brecha se ensancha hasta convertirse en abismo? La desigualdad es el muro invisible que silencia a miles. No se trata solo de la diferencia entre el sueldo mínimo y el sueldo millonario; se trata de la diferencia entre tener la estabilidad para enfocarse en el crecimiento personal y tener la ansiedad constante de preguntarse si se podrá pagar el próximo arriendo. Esta diferencia genera una herida profunda: la exclusión sistemática de la dignidad. 


El costo más alto de esta brecha no es monetario, sino emocional. La desigualdad engendra la sensación de que el esfuerzo individual nunca será suficiente para romper las cadenas del origen. Es la fatiga del alma, la resignación que se instala cuando se ve que el ascensor social está permanentemente averiado. El acceso a la cultura, al ocio, a la belleza del arte y del conocimiento, se convierte en un privilegio en lugar de un derecho fundamental. Y lo que es peor, nos acostumbramos a mirar la precariedad como un paisaje, y no como una emergencia ética. 


Somos una sociedad que opera con la lógica del juego del ajedrez: algunos nacen como peones, destinados a moverse lentamente y con restricciones, mientras otros inician la partida como reinas y reyes. La labor de una prensa sensible y de una ciudadanía consciente no es solo señalar la injusticia, sino obligarnos a sentirla. Debemos dejar de medir la riqueza por la acumulación y empezar a medirla por la capacidad de cuidar y dignificar a quienes están en el margen. 


Cerrar las brechas sociales requiere más que políticas públicas; exige una transformación del corazón. Es un acto de profunda lealtad con el futuro: asumir que la estabilidad de todos es la única ancla verdadera para nuestro propio bienestar. Es hora de que el destino de cada persona deje de ser una condena impuesta por el lugar de nacimiento y se convierta en una promesa construida con equidad.

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