Pia Arismendi

La sentencia es tan simple como demoledora, y resuena en el eco de toda moral humana: "Las personas nacen malvadas o se hacen malvadas." Esta dicotomía, elegantemente lanzada al viento por la pluma de Glinda —la buena bruja, irónicamente, la portadora de la luz—, no es solo el eje dramático de un cuento; es el espejo en el que se fractura nuestra comprensión de la naturaleza humana. Como periodistas, a menudo reportamos los frutos amargos de la maldad, pero es en esta frase donde debemos detener la pluma y mirar hacia las raíces. 


¿Es la maldad un código genético, una semilla negra incrustada en el óvulo, destinada a germinar sin importar el clima? ¿O es, por el contrario, una cicatriz, una herida abierta forjada a golpes en el yunque de la experiencia? 


La idea de la maldad innata, del alma que llega al mundo con una inclinación irrevocable hacia la sombra, nos ofrece una paz terrible. Si es de nacimiento, si es un destino escrito en el mármol frío del ADN, entonces no hay culpa en el sistema, no hay responsabilidad en el entorno. Los malvados son simplemente piedras que cayeron torcidas de la montaña de la vida. Esta visión es la justificación silenciosa para el castigo y la exclusión, aliviando la pesada carga de la redención. Pero, ¡ay!, qué desolador es un universo sin la promesa del cambio. 


Pero la segunda mitad de la frase nos arrastra a un terreno mucho más movedizo y, a mi juicio, más doloroso: "o se hacen malvadas." Aquí, la maldad no es un punto de partida, sino un viaje de erosión. 


Imaginemos a cada ser humano como un río de aguas cristalinas al nacer. El cauce de este río es la vida, y su pureza depende de lo que arrastre en su camino. 


¿Qué sucede cuando el río atraviesa un páramo de negligencia?   


¿Qué sedimento recoge al pasar por las ciénagas del abuso y la humillación? 


¿Cuánta arena de resentimiento se necesita para que el agua clara se vuelva una turbia y destructiva avalancha? 


La maldad, vista así, es una arquitectura de desesperación. Es el resultado de un corazón que se ha sentido tan ignorado, dañado o traicionado que la única herramienta que encuentra para protegerse es el martillo de la crueldad. Es la metamorfosis de la vulnerabilidad en veneno. No es que nazcan sin luz, sino que la luz es sofocada por capas de dolor no procesado, hasta que el individuo solo puede respirar en la oscuridad. 


La tragedia de esta transformación es que la víctima se convierte en el verdugo. La mano que se alza para herir es a menudo la misma mano que suplicó ayuda y fue rechazada. 


La sabiduría popular y la narrativa moral nos piden que separemos la paja del grano, que tracemos una línea inquebrantable entre el Bien y el Mal. Pero Glinda, con su pregunta, nos obliga a contemplar la zona gris, ese crepúsculo moral donde el nacimiento y la circunstancia se encuentran en una danza ambigua. 


Mi convicción, aquella que la experiencia me ha susurrado en los rincones más oscuros de la sala de redacción, es que si bien hay temperamentos y predisposiciones que hacen que algunos sean más susceptibles a la sombra, la maldad plenamente realizada es casi siempre una obra de la cultura, del trauma, de la falta de empatía y de la ausencia de amor. 


Glinda, en su luz, nos da una lección: La existencia de la maldad que "se hace" implica la posibilidad de que esa manufactura pueda ser detenida. Que la llave no está solo en el castigo, sino en la intervención temprana, en asegurar que cada río tenga un cauce nutrido, y no un desierto de piedras. Es un llamado a la responsabilidad colectiva para no crear, por omisión o acción, el monstruo que luego tememos. 


La frase no es una pregunta académica; es un desafío urgente. Nos pide que miremos a los ojos al malvado no solo para condenarlo, sino para preguntarnos: ¿Qué parte de su sombra fue tejida por el mundo que todos habitamos?

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