Reconocer lo que sentimos, saber cómo nos impacta y cómo impactamos a los demás parece obvio, pero ¿cuántos líderes realmente lo practican? En el trabajo vemos de todo: el jefe que presume de “trabajar bien bajo presión”, cuando, en realidad, lo único que hace es intoxicar a su equipo con su ansiedad; o el gerente que acepta un cargo porque el sueldo era irresistible, para terminar dos años después repitiendo: “Estoy aburrido, esto no era lo mío”.
En la era de la visibilidad forzada y la validación a golpe de like, la pregunta "¿Valgo la pena?" se ha convertido en el latido ansioso de una generación. Hemos delegado la evaluación de nuestro ser a métricas ajenas, a la opinión fugaz de un algoritmo o a la aprobación esquiva de un entorno que rara vez se detiene a mirar de verdad. El costo de esta dependencia es la fragilidad del alma: cuando la fuente externa de nuestro aprecio se ausenta, o cuando un pilar esencial —un padre, un mentor— se pierde, nos enfrentamos al vacío aterrador de creer que nuestro valor se ha ido con ellos.
La tecnología ha dado un salto cuántico: de la simple conexión Wi-Fi a la comprensión emocional. Un ejemplo pionero es el ecosistema LG ThinQ, que comenzó en 2011 como una herramienta de control remoto y diagnóstico básico. Hoy, 14 años después, ha evolucionado hacia la "Inteligencia Artificial Afectiva”.